martes, 20 de noviembre de 2012

La penúltima sonrisa.


 
 
 
LA PENÚLTIMA SONRISA
 
 
 
 
Estaba sentado en la silla lo mismo que una estatua de plastilina horneada con los dedos a toda prisa. Era imperfecta en sus trazos, y la silueta de sus contornos se dejaba ver entre una sombra tenaz que arañaba las cortinas colgadas a sus espaldas. Estaba sentado con la cabeza gacha, ligeramente inclinada. Sus pensamientos colgaban de un hilo entre el llanto y el olvido, entre la calma y la tempestad de un océano inalcanzable. Acababa de colocarse la nariz sobre su propia nariz y el sombrero en la cabeza. Quise acercarme a él, lanzarle el último aliento y recordarle que en su magia, descansaban todas las batallas que le tenían maltrecho el corazón y el alma. Quise decirle que las había ganado todas, que su amor las había derrotado sin contemplaciones y todo era justo a su alrededor, quise decirle todo y fui incapaz de decirle nada. El telón se abrió en un segundo y un chasquido de aplausos producidos por cientos de manos pequeñas rompió el silencio del teatro. Las cortinas se abrieron como los mares de Moisés, la oscuridad dio paso a una luna redonda que se posó en su figura y la luz recorrió su rostro de norte a sur dibujando ahora su silueta multicolor en las tablas del escenario.

Cuando abría la boca, una pálida voz se dejaba escapar por sus cuerdas vocales, yo no lo sentía, apenas sabía lo que decía,  pero aquellos niños reían con sus gestos torpes y desmedidos, con sus zancadas burlonas y tropiezos de sus pies gigantes. Sabía que estaba llorando, no solo por el cauce que dejaban la rivera de sus lágrimas sobre su rostro blanco inmaculado de un maquillaje inverosímil. Lo advertía en cada mirada que desprendían aquellas dos pupilas perdidas en el rostro del júbilo y la risa. Estaba destrozado y sin embargo, nadie era capaz de insinuar, de advertir, de sospechar lo contrario. Sabía que él esperaba que la multitud de aplausos se hicieran presentes para aprovechar y lanzar un nuevo suspiro al aire, sin que sentimiento alguno, rondara como una triste canción de cuna por las butacas de aquellos niños. Sería imperdonable verlos tristes un solo momento y mucho más odioso he impensable, que él fuera el causante de sus desdichas. No estaba dispuesto a ello, aunque el lobo de la muerte rondara por las esquinas de su vida, y estuviera presto a marcarle el tiempo con un solo bocado, no estaba dispuesto a alejarse ni un solo momento de aquella multitud de miradas que lo seguían por aquel escenario entre el chirriar de maderas y margaritas socarronas. Había pasado toda la vida rodeado de ellos y así quería que terminaran sus pasos. No quería escoger entre otra muerte más dulce que la de la sonrisa, ni último aliento que el de sus besos.

Casi dos horas después, las cortinas se cerraron por última vez. Las aguas se volvieron a unir tragándose de un sorbo la figura de aquel payaso, al que el tiempo había parado su reloj de arena en la muñeca. Permanecía quieto en su silla. El foco aún fijaba su resplandor sobre su cara y entonces descubrí, que una última lágrima, quizás la más pequeña, aún dudaba entre caer al suelo o quedarse a vivir, el tiempo que fuera necesario en su desgastada mejilla. Fuera, los niños, se apresuraban a salir ordenadamente con sus mofletes redondos. El silencio comenzaba a hacerse patente en ambos lados y en tan solo unos minutos, se hizo el único dueño entre las moquetas rojas del suelo, las cortinas cerradas del escenario y el corazón encendido de aquel payaso de cabeza cabizbaja, a quién una lágrima, continuaba marcándole el trayecto entre caer y desaparecer o difuminarse de la misma forma que lo hacen los suspiros.

Fue entonces cuando pude acercarme a él. Estábamos solos, aunque a ambos nos hubiese dado igual lo contrario. En ese momento, solo mis ojos tenían tiempo para estar junto a los suyos y poder advertir como en el interior de sus pupilas, aún quedaban retenidas las sonrisas de los niños. Puede que los milagros existan. ¡Estaban todas allí! Pude ver a muchos de ellos con sus ojitos cerrados y sus bocas abiertas de par en par mostrando sus risas y carcajadas. Veía sus rostros llenos de felicidad, la placidez de sus corazones, la serenidad de sus pequeñas almas… ¡lo vi todo! Sentí que un mundo diferente cabalgaba dentro de los ojos de aquel payaso que continuaba mirándome fijamente. Me cogió de las manos y apretó mis dedos con fuerza sin apartar la mirada de la mía, y yo… continuaba viendo colores en el interior de la suya. Me percataba de los sonidos y de los aplausos, de la quietud de algunos niños y del nerviosismo de otros. He de reconocer, que si en algún momento de mi vida, hubiese buscado a Dios, lo hubiese descubierto sin ninguna duda, tras de aquellos ojos, sentado en alguna butaca, rodeado de aquellos niños de todas las razas y colores que aplaudían con sus pequeñas manos improvisadas para la ocasión. Allí debía de estar el cielo y la gloria, y aquel payaso lo supo desde el primer momento que hizo reír a un niño alguna tarde de abril.

Cuando me soltó la mano, el tiempo se detuvo y las sonrisas desaparecieron como lo hacen los horizontes al alba, despacio, sin prisas, en silencio. Lo mismo que la hoja de otoño al caer al suelo, sensible, sutil, templada. Así lo hizo también su lágrima, antes de llegar a su boca.

Cuando se apagaron los focos, ambos salimos juntos y dejamos cerradas las puertas tras de nosotros. En el escenario, solo quedó la silla vacía. Solo hubo tiempo para una pregunta y una respuesta. La noche nos estaba esperando a los dos, sin que ninguna otra máscara ocultara nuestros rostros. La embriaguez se comería nuestras almas de un bocado a la par que nosotros lo haríamos con las estrellas. La luna sería la única testigo de nuestros requiebros, y las alondras de la madrugada, las encargadas de poner nuevos versos a las historias interminables que se cuenta a voces…

- ¿Tienes miedo? - Le dije después de llevar más de cuatro copas y su nariz de payaso sobre mi nariz.
- Solo tendré miedo, si cuando llegue…, soy incapaz de hacerle reír a Dios.
Me respondió mientras una vez más clavaba sus ojos negros sobre los míos.

Después de haber pasado algunos años. Cuando siento que la noche comienza a cerrarse. Puedo distinguir como comienza a llenarse el cielo de estrellas. A mí, me siguen pareciendo toda una legión de niños de todas las razas y colores que corren a sentarse en el anfiteatro de la gloria. De repente, una luna gigante, enciende su foco en la distancia y lo ilumina. Las nubes se abren de par en par y… cuando cierro los ojos, siento una tremenda carcajada al compás de otras cientos de niños y niñas con sus mofletes redondos y rosados. No tengo ninguna duda. Cuando Dios se ríe, es imposible no hacerlo con Él.


José Manuel Rodríguez Viedma

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