Plaza del carmen. Dominada de norte a sur, entre paseantes indecisos que marcan el ir y venir con sus nobles zancadas. Coronada por la casa consistorial de Granada, en su boca un balcón y sobre el, un estandarte tremolado de otras épocas entre gritos y alborotos. Si bien unos huelen a mar, otros se los lleva el viento de los recuerdos, agazapados a sus crines de niebla…
Eran las doce y media, y aquel reloj se negó a cantar con sus acordes la letanía sinfónica de un beso. Yo era un adolescente enamorado. No hizo falta que aquel reloj marcará las horas, ni que los acordes me recordaran que Granada seguía dormida como siempre. (Solo es capaz de hacerla levitar la campana de la Vela… pero aquella mañana no sonó, como otras tantas.) Mis manos entrelazadas a otras manos, que tiempos mas tardes acariciarían con ternura la piel indescriptible de mis hijos. Aquella muchacha risueña, en la que el tiempo colgó otro reloj más pequeño sobre sus ojos, y desde aquel entonces, solo marcará más allá de los sentidos, mi amanecer y mi madrugada, recostados bajo la misma piel y la misma sábana. Allí estábamos los dos. Esperando que el poeta de los gestos incansables y los ecos de las emociones apareciera de repente, como aquellas otras gentes que caminaban de arriba abajo, guiados más si cabe por sus propios sentimientos, que por la brújula insospechada que marcaban sus pies. Uno, dos y tres… y ¡Allí estaba! Manuel Benítez carrasco, había acudido a su cita. Muy poco tiempo había pasado desde aquel “Aló” tras del teléfono. ¡Era él! "uno de los poetas españoles contemporáneos más interesantes, según había dicho la crítica más autorizada del neopopularismo, por la tersura de su voz literaria, su estilo cálido, el colorido espléndido de sus versos y lo directo de sus cantares” El mismo hombre que nacería en la Granada del 1.922 en pleno corazón del barrio del Albayzin. “Placeta triste del mundo, placeta del Salvador Ya no están tus tres acacias...”
Y nosotros dos, ¿recuerdas? Medio emocionados, medio atónitos solo medio, no había tiempo de enteros, también eran medias las horas, medio el día y media la sonrisa que nos dibujo de oreja a oreja, aquella magistral semblanza del hombre. En su faz la ternura que solo es capaz de reflejar quien ha estado cerca de Díos, aunque fuera a fuerza de versos descritos en mil palabras. No en vano su tío, Manuel Benítez Martínez, en aquella infancia que aún se advertía en sus arrugas, fuera el coadjutor de la Hermita de San Miguel Alto. Poeta hijo de carpintero… (Más tarde con el sabor de una buena cerveza en la mano, nos cantaría, si, nos cantaría a golpes de suspiros, como las virutillas de la noble madera, se arremolinaban en su casa, siempre bajo el pan y el vino o el vino y el pan.) El Poeta del Ave María “Todo para todos… ¿pero para Ti?… ¡no!” como ejercitaban sus versos más allá de que sus palabras melodiosas fueran desprendidas de su boca. En aquellos patios D. Manuel, emprendería el primer viaje mar adentro entre su barca y la gramática incomprendida de los que no sueñan jamás.
Mi libro comenzaba a sudar en las manos. No fue un saludo, sino un abrazo. No existió un gesto, sino miles. Acababa de conocerme, (yo ya lo había hecho años atrás) y su abrazo me hizo sentir el regreso de alguien, al que había esperado toda la vida. El lo entendió así, y me lo hizo confirmar con uno más de sus gestos recién estrenados. Aquellos mismos gestos que nacían desde el Cerro del Aceituno en sus recitales privados, hombre a hombre, o en las mismísimas callejuelas del su Albayzin, él y su sombra, sin más ruido que el embrujo del viento cuando se cuela en la piel, hasta besar el alma.
Nos adentramos en el Escudo del Carmen, y del consistorio no quedó más que su espalda. Ni huella del reloj o del balcón. El tiempo se había parado con las primeras frases, con las primeras horas, con las primeras miradas y los primeros versos. La imprecisión de mis palabras, el tartamudeo a veces de mi voz, ¡La magia de los poemas! y la tarde deshecha en un puro alboroto de una calma que no duele. Tenía la osadía de estar recitando uno de mis poemas, a quien colaborara en la revista poética “Vientos del sur”. Al mismo Poeta que obtuviera en 1.943 su primer gran premio de relevancia. Premio nacional de Teatro de Escuadra, con la obra “Luz de amanecer”. Estaba compartiendo mi verso junto aquel poeta cuya trayectoria se culminaba a cada paso por innumerables galardones. Desde 1.947 que deja Granada para sentir las aguas del Manzanares y del Retiro Madrileño. Al mismo poeta que desplegara una gran actividad literaria y escénica de incalculable valía. En 1.955 su figura es totalmente inseparable de Hispanoamérica. Poeta cubano, donde pasa casi un año desgranando silabas desde su isla caribeña. Que osadía la mía… ¡Yo frente a el! lo mismo que uno de sus toritos negros… pero con menos valentía. (Lo reconozco.) El mismo poeta que adornaba a la “faraona” y le escribía una letra para que ella la recitara entre arranques toreros y batas de cola. El mismo Poeta que dejara la huella de sus versos en Argentina, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, Ecuador, Puerto Rico, Estados Unidos y como no, México… donde pasara gran parte de su vida y donde un escenario lo separó, de poder presentar aquel libro que, amarrado a mi mano, se estremecía una y mil veces, de la misma forma que lo hicieran las sílabas que allí escritas, latían presas de los “suspiros de un alma…”
“No puedo estar” – Me dijo; Y supe que lo decía con cierta melancolía. El tiempo me dio la razón. Aquel mes de mayo, su inseparable amigo Pepe Martínez, que tantas veces le hiciera las preces de gestor en Granada, ocupo aquella silla en la sala de Caballeros XXIV, en el Palacio de la Madraza y se hizo presente. Aquella tarde donde los primeros versos perdieron la virginidad de la página en blanco y saltaron a la voz de la fragua. Al poco tiempo de aquella mañana en la Plaza del Carmen. Bajo aquel balcón, donde se tremolan pendones de otros tiempos, que se marcharon siempre, para no volver.
Otras tantas veces coincidimos ¡Maestro! ya sin temblor y sin miedos, como en aquella tarde en la Abadía del Sacromonte, tu mano sobre mi hombro y tu frase sobre la afilada duda en la lengua perversa de otros. “He aquí mi discípulo” (y me flaquearon las piernas ante la lidia de otro toro”) “El día en que en ti, no me reconozcan, dejaras de serlo” (y el clarín sonó a indulto en mis emociones.)
Como buen discípulo callo mis enseñanzas, para lanzarlas al viento de la luna más Lorquiana y granadina. Omito aquellas otras tantas veces, (no las suficientes) en las que hicimos sonar nuestros vasos. Y escribo para no olvidar, que a veces y solo a veces, el poeta sueña para no recordar, que es fácil, amar con el alma dormida y el corazón despierto…
El 26 de Noviembre de 1.999, te llegó la muerte, lo mismo que lo hace la inspiración, pero avisando. Lo mismo que lo hacen los clarines, ante el último toro de la tarde. Lo hizo despacio y en silencio, como el atardecer en el Salvador, cuando muerde las fachadas sin dejar más huella que la del beso.
Así y solo así, pudo llegarte la muerte.
Entre versos tiene la luna,
cinco ramilletes frescos.
Los ojos verde aceituna,
y una plaza "pa" ser la cuna
de cinco toritos negros...
lllllllllllllllll
lllllllllllllllll
José Manuel Rodríguez Viedma
ññññññ
ñññññññ
«SOLEÁ» DEL AMOR DESPRENDÍO
«Mira si soy desprendío
que ayer, al pasar el puente,
tiré tu cariño al río».
«Mira si soy desprendío
que ayer, al pasar el puente,
tiré tu cariño al río».
Y tú bien sabes por qué
tiré tu cariño al río:
tiré tu cariño al río:
porque era hebilla de esparto
de un cinturón de cuchillos;
porque era anillo de barro
mal tasao y mal vendío,
y porque era flor sin alma
de un abril en compromiso,
que puso, en zarzas y espinas,
un fingimiento de lirios.
Tiré tu cariño al río,
porque era una planta amarga
dentro de mi huerto lírico.
Tiré tu cariño al agua,
porque era una mancha negra
sobre mi fachada blanca.
Tiré tu cariño al río
porque era mala cizaña
quitando savia a mi trigo;
y tiré todo tu amor,
porque era muerte en mi carne
y era agonía en mi voz.
Tú fuiste flor de verano,
sol de un beso, luz de un día;
yo te cuidaba en mi mano,
y en mi mano te acunaba,
y tu, por pagarme, herías
la mano que te cuidaba.
Pero al hacerlo, olvidabas
(tal vez por ingenuidad),
que te di mis sentimientos
no por tus merecimientos
sino por mi voluntad.
Yo no puse en compraventa
mi corazón encendío;
y has de tener muy en cuenta
que mi cariño no fue
ni comprao ni vendío,
sino que lo regalé.
Porque yo soy desprendío;
por eso te di mi rosa
sin habérmela pedío.
Porque yo soy desprendío
y doy las cosas sin ver
si se las han merecío.
Por eso te di mi vela,
te di el vino de mi jarro,
las llaves de mi cancela
y el látigo de mi carro.
Ya ves si soy desprendío
que ayer, al pasar el puente,
tiré tu cariño al río.
D. Manuel Benítez Carrasco
de un cinturón de cuchillos;
porque era anillo de barro
mal tasao y mal vendío,
y porque era flor sin alma
de un abril en compromiso,
que puso, en zarzas y espinas,
un fingimiento de lirios.
Tiré tu cariño al río,
porque era una planta amarga
dentro de mi huerto lírico.
Tiré tu cariño al agua,
porque era una mancha negra
sobre mi fachada blanca.
Tiré tu cariño al río
porque era mala cizaña
quitando savia a mi trigo;
y tiré todo tu amor,
porque era muerte en mi carne
y era agonía en mi voz.
Tú fuiste flor de verano,
sol de un beso, luz de un día;
yo te cuidaba en mi mano,
y en mi mano te acunaba,
y tu, por pagarme, herías
la mano que te cuidaba.
Pero al hacerlo, olvidabas
(tal vez por ingenuidad),
que te di mis sentimientos
no por tus merecimientos
sino por mi voluntad.
Yo no puse en compraventa
mi corazón encendío;
y has de tener muy en cuenta
que mi cariño no fue
ni comprao ni vendío,
sino que lo regalé.
Porque yo soy desprendío;
por eso te di mi rosa
sin habérmela pedío.
Porque yo soy desprendío
y doy las cosas sin ver
si se las han merecío.
Por eso te di mi vela,
te di el vino de mi jarro,
las llaves de mi cancela
y el látigo de mi carro.
Ya ves si soy desprendío
que ayer, al pasar el puente,
tiré tu cariño al río.
D. Manuel Benítez Carrasco