LA PENÚLTIMA SONRISA
Estaba sentado en la silla lo
mismo que una estatua de plastilina horneada con los dedos a toda prisa. Era
imperfecta en sus trazos, y la silueta de sus contornos se dejaba ver entre una
sombra tenaz que arañaba las cortinas colgadas a sus espaldas. Estaba sentado
con la cabeza gacha, ligeramente inclinada. Sus pensamientos colgaban de un
hilo entre el llanto y el olvido, entre la calma y la tempestad de un océano
inalcanzable. Acababa de colocarse la nariz sobre su propia nariz y el sombrero
en la cabeza. Quise acercarme a él, lanzarle el último aliento y recordarle que
en su magia, descansaban todas las batallas que le tenían maltrecho el corazón
y el alma. Quise decirle que las había ganado todas, que su amor las había
derrotado sin contemplaciones y todo era justo a su alrededor, quise decirle
todo y fui incapaz de decirle nada. El telón se abrió en un segundo y un
chasquido de aplausos producidos por cientos de manos pequeñas rompió el
silencio del teatro. Las cortinas se abrieron como los mares de Moisés, la
oscuridad dio paso a una luna redonda que se posó en su figura y la luz
recorrió su rostro de norte a sur dibujando ahora su silueta multicolor en las
tablas del escenario.
Cuando abría la boca, una pálida
voz se dejaba escapar por sus cuerdas vocales, yo no lo sentía, apenas sabía lo
que decía, pero aquellos niños reían con
sus gestos torpes y desmedidos, con sus zancadas burlonas y tropiezos de sus
pies gigantes. Sabía que estaba llorando, no solo por el cauce que dejaban la
rivera de sus lágrimas sobre su rostro blanco inmaculado de un maquillaje
inverosímil. Lo advertía en cada mirada que desprendían aquellas dos pupilas
perdidas en el rostro del júbilo y la risa. Estaba destrozado y sin embargo,
nadie era capaz de insinuar, de advertir, de sospechar lo contrario. Sabía que
él esperaba que la multitud de aplausos se hicieran presentes para aprovechar y
lanzar un nuevo suspiro al aire, sin que sentimiento alguno, rondara como una
triste canción de cuna por las butacas de aquellos niños. Sería imperdonable
verlos tristes un solo momento y mucho más odioso he impensable, que él fuera
el causante de sus desdichas. No estaba dispuesto a ello, aunque el lobo de la
muerte rondara por las esquinas de su vida, y estuviera presto a marcarle el
tiempo con un solo bocado, no estaba dispuesto a alejarse ni un solo momento de
aquella multitud de miradas que lo seguían por aquel escenario entre el
chirriar de maderas y margaritas socarronas. Había pasado toda la vida rodeado
de ellos y así quería que terminaran sus pasos. No quería escoger entre otra
muerte más dulce que la de la sonrisa, ni último aliento que el de sus besos.
Casi dos horas después, las
cortinas se cerraron por última vez. Las aguas se volvieron a unir tragándose
de un sorbo la figura de aquel payaso, al que el tiempo había parado su reloj
de arena en la muñeca. Permanecía quieto en su silla. El foco aún fijaba su
resplandor sobre su cara y entonces descubrí, que una última lágrima, quizás la
más pequeña, aún dudaba entre caer al suelo o quedarse a vivir, el tiempo que
fuera necesario en su desgastada mejilla. Fuera, los niños, se apresuraban a
salir ordenadamente con sus mofletes redondos. El silencio comenzaba a hacerse
patente en ambos lados y en tan solo unos minutos, se hizo el único dueño entre
las moquetas rojas del suelo, las cortinas cerradas del escenario y el corazón
encendido de aquel payaso de cabeza cabizbaja, a quién una lágrima, continuaba
marcándole el trayecto entre caer y desaparecer o difuminarse de la misma forma
que lo hacen los suspiros.
Fue entonces cuando pude
acercarme a él. Estábamos solos, aunque a ambos nos hubiese dado igual lo
contrario. En ese momento, solo mis ojos tenían tiempo para estar junto a los
suyos y poder advertir como en el interior de sus pupilas, aún quedaban
retenidas las sonrisas de los niños. Puede que los milagros existan. ¡Estaban
todas allí! Pude ver a muchos de ellos con sus ojitos cerrados y sus bocas
abiertas de par en par mostrando sus risas y carcajadas. Veía sus rostros
llenos de felicidad, la placidez de sus corazones, la serenidad de sus pequeñas
almas… ¡lo vi todo! Sentí que un mundo diferente cabalgaba dentro de los ojos
de aquel payaso que continuaba mirándome fijamente. Me cogió de las manos y
apretó mis dedos con fuerza sin apartar la mirada de la mía, y yo… continuaba
viendo colores en el interior de la suya. Me percataba de los sonidos y de los
aplausos, de la quietud de algunos niños y del nerviosismo de otros. He de
reconocer, que si en algún momento de mi vida, hubiese buscado a Dios, lo
hubiese descubierto sin ninguna duda, tras de aquellos ojos, sentado en alguna
butaca, rodeado de aquellos niños de todas las razas y colores que aplaudían
con sus pequeñas manos improvisadas para la ocasión. Allí debía de estar el
cielo y la gloria, y aquel payaso lo supo desde el primer momento que hizo reír
a un niño alguna tarde de abril.
Cuando me soltó la mano, el
tiempo se detuvo y las sonrisas desaparecieron como lo hacen los horizontes al
alba, despacio, sin prisas, en silencio. Lo mismo que la hoja de otoño al caer
al suelo, sensible, sutil, templada. Así lo hizo también su lágrima, antes de
llegar a su boca.
Cuando se apagaron los focos, ambos
salimos juntos y dejamos cerradas las puertas tras de nosotros. En el
escenario, solo quedó la silla vacía. Solo hubo tiempo para una pregunta y una
respuesta. La noche nos estaba esperando a los dos, sin que ninguna otra máscara
ocultara nuestros rostros. La embriaguez se comería nuestras almas de un bocado
a la par que nosotros lo haríamos con las estrellas. La luna sería la única
testigo de nuestros requiebros, y las alondras de la madrugada, las encargadas
de poner nuevos versos a las historias interminables que se cuenta a voces…
- ¿Tienes miedo? - Le dije
después de llevar más de cuatro copas y su nariz de payaso sobre mi nariz.
- Solo tendré miedo, si cuando
llegue…, soy incapaz de hacerle reír a Dios.
Me respondió mientras una vez más
clavaba sus ojos negros sobre los míos.
Después de haber pasado algunos
años. Cuando siento que la noche comienza a cerrarse. Puedo distinguir como
comienza a llenarse el cielo de estrellas. A mí, me siguen pareciendo toda una
legión de niños de todas las razas y colores que corren a sentarse en el
anfiteatro de la gloria. De repente, una luna gigante, enciende su foco en la
distancia y lo ilumina. Las nubes se abren de par en par y… cuando cierro los
ojos, siento una tremenda carcajada al compás de otras cientos de niños y niñas
con sus mofletes redondos y rosados. No tengo ninguna duda. Cuando Dios se ríe,
es imposible no hacerlo con Él.
José Manuel Rodríguez Viedma