Entre dos luces Marzo 2.009
Dos luces. La primera arañaba la cristalera limitando su reflejo hasta hacerlo indefinido. La otra acariciaba tu rostro tras del cristal, como si intentara maquillarte las pupilas bajo una aureola especial. De un lado la indiferencia de tu mirada, traspasaba mis sentidos, desafiando el encontronazo de mis ojos que no paraban de buscarte. En la otra orilla de la urbe, mis sueños se poblaban de coincidencias y no paraban de imaginarte cerca de mí. En el otro horizonte, tu cabello parecía desmoronarse, mientras devoraban tus labios la orquilla, que debió sujetar la tempestad secreta de tus rizos.
Tus manos sostenían aquella carta humedecida aún por la fragancia del olvido. Frente aquella otra luz y a duermevela, mis suspiros gemían desiguales, de la garganta al pecho y del pecho a los tobillos, donde se retuercen los nervios de la espera. Tus manos acariciaban el papel, mientras se deslizaba reglón a renglón bajo tus dedos. Los ojos entornados. La nariz colorada y el suspiro mudo, casi invisible, detenido en el temblor de tu barbilla… Aquel cenicero no dejaba de quemar la ceniza del último cigarro, cuando otro decidió posarse para arder por si solo. Sin que ningún impulso se lo llevara al alma. Sin que ningún soplo, dejara amarilla la piel de su hoja. Solo la luz tenue de aquel lugar, definía la niebla de tu rostro. Como si ya no estuvieras allí o por lo contrario, fueras un espectro. ¡El más bello fantasma! por cuyas sombras bien pudieron haber quedado para siempre, mis besos sin los tuyos.
Tras de aquella luz, te imagina una y mil veces. Te observaba hasta el punto de dibujarte con trazos distintos, cada vez que el reflejo brillaba entre tus párpados. Mi luz se desvanecía y ya era espejo. A penas unos renglones más, y aquella carta habría puesto el final a todo. Con ella, habrían concluido cientos de horas amarrado a tu cintura, cosido a besos entre tus labios. Unas frases más, y el final de nuestro amor se ocultaría para siempre, entre nombres y pronombres, adjetivos y verbos.
La puerta se abrió. Otra luz se encendió en tus ojos. (Ya había tres.) En tan solo un instante, en tu boca se produjo el fuego de la locura. Tus labios se vistieron de rojo, y casi pude advertir la sangre concentrada en ellos, como una tormenta, otra tormenta que no busca encontrar la calma, a pesar de saber donde se encuentra. Una de tus manos arrugó aquel papel deshecho en aire y lo dejaste caer sobre la mesa. (Se acabaron las frases). El acercó su boca a la tuya y encendisteis el primer beso, ante la demanda impasible de crear otro, casi en el mismo momento. La otra de tus manos, rodeo su cintura derrochando mil y una caricias. Y ya no volviste a sentarte, sobre aquella estupida silla que giraba sola, como un tíovivo de sombras y de olvidos. Tu mano en su mano y los ojos, marcando de cerca el suspiro con el que se escriben las palabras, que jamás se pronuncian.
Allí dejaste aquella luz, tras de tu espalda. Como un crepúsculo condenado a morir entre el regazo del tiempo. Cuando pude llegar aquel lugar, aun tu aroma penetraba en mis sentidos. (De alguna forma seguías allí.) Aquel cigarro marcado por la huella de tu boca, se consumía ante sus mismas cenizas, mientras en la mesa, descansaba aquel papel desmenuzado en mil trozos desiguales.
Que ironía. Aun tuve tiempo de dar una calada aquel cigarro y apagarlo con mis propias manos. Sentí que tus labios se acercaron por última vez hacia mí, y me pareció eterno. Abrí los ojos de par en par, para dormir, y cerré los ojos para dejar de soñar.
“Te he querido siempre” Decía la carta… Y vino él. (Para apagar mi luz y encender otra.)
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José Manuel Rodríguez Viedma