En la otra estación de los sueños
Arrastrando los pies como tantas y tantas veces. Dando un giro en la memoria de los tiempos antes de que estos malgasten la luz de su presencia y se difuminen para siempre. Así hemos llegado a la estación de la media noche entre el suspiro y la nostalgia. Despidiendo con las manos del alma al tren de las conciencias, con la cabeza gacha y el corazón dormido, en el complejo anden de los recuerdos.
A la derecha, Penélope estaba sentada en aquel banco deshojando las flores secas de la penúltima página del libro de sus romances, mientras el vaivén de la brisa tocaba con la seda de sus inapreciables dedos, la plata de su pelo sujetado por el broche de nácar de una alondra. El tiempo deambulaba en el cronómetro imparable de su piel y la espera la había condenado de por vida, a la soledad del amor, amado en silencio y gritado con la voz callada de sus labios rojos, eternos y cerrados… apenas sin respirar.
A la izquierda, un poeta acariciaba el verso inmaculado de la frente de los dioses y amarraba con fiereza la pluma, para desvirgarlo sobre la inmaculada hoja en blanco, donde se han de escribir los renglones torcidos. La boca medio entornada y la mirada perdida entre las sendas de lo incorregible. El poeta soñaba despierto, y el verso poblado de sílabas, manchaba de negra tinta la vena de su silueta. Recién escrito y presto a ser pronunciado por otras bocas quizás entre abiertas como la de él, o melancólicas y hermosas, (rojas y dispuestas a ser besadas) como las de Penélope.
La estación emitía el hermoso sonido de la soledad. No había nadie más a quien preguntar. Nadie más de norte a sur, de este a oeste. Solo el viento saltando las vías metálicas y el sonido del reloj marcando el tiempo y las horas. Infatigables horas condenadas a dar vueltas a una circunferencia cercada por doce números privilegiados, capaces de hacer de la puntualidad otra forma de vida. Una neblina tapaba el horizonte casi de puntillas, y jugaba con las medidas y las distancias. Se comía de un bocado la ciudad, para devolvérnosla en unos segundos, con las mismas luces y sombras. Dibujaba siluetas de arriba a bajo y enmarañaba sonidos de risas y besos de otros dos enamorados bajo el mástil frío de una nueva farola. (Ya éramos cinco.)
Transcurrió el tiempo como si nada, quizás porque de la nada solo se amamanta el tiempo con su otra boca, y sobre la escasa neblina, a lo lejos, la figura de aquel tren se acercó hasta pisar con sus zapatos redondos el andén y mi billete. Ya no escuchaba el reloj, a pesar de que en mi subconsciente, sus insaciables manecillas igualadas sobre el número diez, me gritaba despavorido que ya eran las en punto. Diez pequeñas campanadas que me acercaban al cristal de mi asiento nuevamente en soledad. Diez pequeñas campanadas que me otorgaron el tiempo justo para limpiar con la manga de mi abrigo oscuro, la otra neblina que no me permitía observar con claridad el paisaje del que antes yo, formaba parte como alma que aguarda, confundido entre siluetas de espera. Diez pequeñas campanadas para sentarme y volver a pensar. Diez momentos justos para regalar otra nueva mirada al horizonte y dejarla perdida. Me sobró el tiempo para soñar y la imaginación para diluirme en ella y volver a encontrarme a mi mismo.
Cuando quise darme cuenta, me marchaba. Lentamente. Como si el maquinista quisiera que me percatase por última vez de aquel momento, como si este fuera el último y las oportunidades comenzaran a desvanecerse como hojas de otoño tras de mis pasos. Tratando de hacerme recordar si había olvidado algo en la maleta. ¡Aún había tiempo para bajar de aquel vagón y detener mis pasos, que no el tiempo! Aún podía meter todos y cada uno de los besos que se habían quedado amarrados a las sábanas de nuestra cama. Aún había tiempo de poder volver a tu encuentro y alborotar nuevamente las sábanas del deseo. Abrazarte otras cien veces y otras cien, dejar que tu abrazo recorriera mi espalda hasta encadenarme de por vida a tu piel y a tu aroma. Aún debía estar encendida la vela del sueño entre tus ojos y yo podía apagarla otra vez, para poner otra noche imaginada en el quicio de tu puerta. Aún había tiempo de borrar el adiós de mis ojos, cerrando los tuyos con un beso. Nos quedaban miles de frases que decirnos sin poner en ellas más puntos finales, que aquellos capaces de nacer con vida propia, entre suspiro y suspiro. No tenía en la maleta tu risa, y aún era capaz de poder regresar para atraparla, para hacerla mía. Había dejado la mitad de mi equipaje en el armario de tu alma y solo era capaz de viajar con la única muda de tu piel en mi recuerdo. Aún había tiempo de susurrarte al oído, hasta hacerme sentir el ser más privilegiado cuando la aurora posa sobre tus párpados la luz de un nuevo día. Había tiempo (lo sé) de robarte la última lágrima y posarla sobre mis dedos. Había tiempo de tragarme tu sal, hasta saciar la sed de tu llanto, y poner barreras de acero al adiós, y de trigo al hasta pronto, si no fuera mentira…
Cerré lo ojos para no pensar. Ya no hay retorno. Las puertas del tren se habían sellado para siempre y el maquinista, acariciándose el cabello, puso la distancia infinita entre tu puerta y mi puerta. Pasaban las diez y ya no se escuchaba el reloj. Las puertas del tren me habían atrapado, diluido las sombras y posado en aquel andén, mágico de mis sueños, mi último “te quiero.”
*** *** ***
(En un lapsus)
Eran otras diez a mi regreso. Otro reloj y otro tiempo. Aquella estación vibraba con los sonidos desacompasados de la gente, que de arriba abajo, caminaba entre los andenes poblados de trenes con direcciones inapreciables. Ninguna campana acompañaba el minutero ni el tiempo en mi muñeca, y ninguna voz a lo lejos requería mi presencia. Ninguna niebla ocultaba mi rostro. Ya había llegado. Despertado del sueño volvía a la vida. Busqué aquella farola en la que se amaron aquellos jóvenes, pero en ella solo encontré la ironía de un beso fugaz que se había marchado con la adolescencia. Y entonces, supe que fui yo quien te besaba, y tu quien sonreías… Busqué los versos de aquel poeta escritos sobre la improvisada textura del pensamiento, y quise leerlos en sus labios antes de que emprendieran el vuelo a lo desconocido. Pero solo el silencio me regaló su armonía y entonces entendí, justo en aquel instante, que era yo quien me inspiraba mientras nos bebíamos el amor, de cuclillas, cada madrugada para no despertar a Morfeo de sus sueños eternos.
Eran otras Díez en mis sueños. ¡Ningún tren! Había puesto partida ni rumbo lejos de las caricias del alma. Tenía en los bolsillos del pijama guardados hasta el último de tus besos, y la sal de tu lágrima, jamás fue salina en la comisura de tus labios…
Que ironía… ¡todo era un sueño! No había más niebla que la de mis ojos cerrados, ni más alboroto que el de mis sábanas que seguían alborotadas. Ningún billete se había picado con el diente mellado de la partida, y ninguna estación puesto a secar al sol reloj alguno, ni tiempo voraz en sus fachadas. Ningún horizonte imaginado había dibujado con la acuarela del pensamiento, otro lugar distinto del que ambos estábamos, ni a la cama puesto raíles de acero. No hizo falta pellizco para volver a la realidad, ni nostalgia alguna que me mordiera la piel ante mi regreso. Solo me bastó abrir los ojos. (¿Serían las en punto?) Tú estabas junto a mí. Aparté el pelo de tus hombros y dejé depositado allí, el más hermoso de mis besos.
- ¿Te marchas?
Me dijiste;
- Acabo de llegar.
Susurré.
- ¿De donde?
Y ¡Sonreíste!
- De decirle a Penélope que espere.
Nunca es tarde para esperar el último tren de la vida.
(Ahora eras tú, la que volvías a estar dormida…)
Nota del autor;
“No hay mejor tren que el de los sueños, aunque a veces la quimera, te lleve al último vagón del pensamiento.”
José Manuel Rodríguez Viedma