viernes, 13 de abril de 2012

En una mirada... ¡Todo!



En una mirada… ¡Todo!


           Hasta en más de diez ocasiones nos insinuamos con la mirada. Éramos como dos adolescentes que jugábamos a escondernos tras de las páginas escritas que soportaban nuestros dedos. Tú, acariciabas con dulzura un libro. Suponía que leías con ternura y que en cada párrafo que yo imaginaba, el beso de tus pupilas naufragaba en cada sílaba que besaban tus labios cerrados. Yo, sostenía otro ejemplar de Glenn Cooper a tres metros de distancia de tus piernas, y mis ojos, releían una y mil veces la misma estrofa sin avanzar una sola línea.

            El bullicio de la cafetería nos mantenía apartados del resto del mundo. Imaginé por un momento que la distancia se difuminaba entre nosotros y te agarré de la mano para sacarte fuera de aquella tormenta de verano. Por un instante, mis pies intentaron llevarme cerca de tu cuerpo y con un impulso incontrolable, pensé en arrebatarte el tiempo para unirlo al mío y pasar toda la tarde danzando entre la brisa de tu pelo castaño, que caía como una hoja de otoño sobre tu frente. La gente a nuestro alrededor hablaba cada vez más alto. Apenas podía escuchar tus pensamientos, ni tú los míos. Cuando la taza se acercaba a tu boca, tus ojos nuevamente reconocían el horizonte como quien busca a su alrededor la escusa justa para pederse en el olimpo. Y otra vez chocaba con la mía. Hasta en más de diez ocasiones agaché la mirada. El encontronazo de ambas hubiese bastado para comernos en un segundo las vergüenzas, mientras dejábamos al descubierto la desnudez de nuestras sonrisas. Hubiese bastado disponer de un solo segundo y haber parado el tiempo y los relojes. En la mirada nos hubiésemos gritado nuestros nombres y nos hubiéramos llamado por nuestros apodos. En una sola mirada el café se habría quedado helado, y el alma calentado algo más que la punta de nuestros dedos.

            Había agachado otra vez la cabeza, pero tu mirada seguía ahí. Esperando el tropiezo de la mía, para que ahora fueras tú, quien agachara la tuya hasta sumergirla en el ocaso de las páginas escritas en negro sobre blanco. Te sentía respirar por todos los rincones y advertí como los tentáculos de tu aroma se desprendían del precipicio de tu blusa, buscando otro infinito donde perderse. No estábamos solos, y sin embargo, todo carecía de sentido a nuestro alrededor. No sabíamos nada el uno del otro, pero nos bastaban las pretensiones de cada cual, para conocernos de toda la vida. ¡Me armé de valor! y cerré el libro. Ya no había tiempo para echarse atrás y mis ojos se fundieron en la misma fragua que los tuyos.

            Las dos miradas se hablaron a gritos entre la inmensidad de aquel espacio reducido a la nada. Las dos miradas se culparon de no tener voz y buscaron el tacto que dio al traste con la indiferencia. Las dos miradas quedaron prendidas en una luz improvisada a la que no juzgaron el color ni la intensidad con la que hacían brillar cada una de sus pupilas. Al carecer las miradas de voz, fueron cómplices del silencio y prefirieron morir en tres segundos interminables, antes que vivir toda una vida susurrándose al oído, lo que jamás es capaz de escuchar el corazón. ¡Nos lo dijimos todo! y quedamos conformes. Si hubiese existido alguna duda, hubiera carecido de sentido común aquella mañana. Rubricamos con una sonrisa aquel encuentro y las miradas volvieron a caer la una junto a la otra, cada cual sobre su texto y cada alma sobre su libro….  

            Aún humeaba la taza sobre mi mesa, pero no estaba dispuesto a dejar transcurrir ni un solo instante más. Necesitaba saber su nombre. Escuchar su voz y dejarme morir en cada una de sus palabras. Me acerqué a la barra y el tiempo y la espera se hizo interminable. Quise volver la cabeza hacia atrás y volver a buscarla, sentir nuevamente su mirada como rasgaba la mía, pero en mi pensamiento solo existía la imagen de su sonrisa y los dos pequeños hoyuelos que nacieron de repente en la blancura de sus mejillas. Me temblaban las piernas y las manos ¡estaba decidido! y ya no había lugar a las dudas ni a los titubeos. La conocía de toda la vida (lo sabía) aunque jamás el destino nos había premiado con hacernos caminar de puntillas en el mismo camino. Mis miedos habían desaparecido… Tomé la vuelta que el camarero había depositado en mis manos temblorosas y volví de nuevo la cabeza hasta donde su aroma delataba su delicada silueta. Se había hecho el silencio, pero esta vez con distintas voces. Su taza vacía, aún humeaba casi como la mía, y sobre la mesa, aquel púlpito de miradas inventadas, solo  descansaba un libro de poemas entre abierto. Ella ya no estaba… Una de sus orquillas actuaba de separador entre aquellas páginas y el azar premeditado, (quise pensar) me insinuaba a que leyera aquellos versos de Rafael Guillén, cuando aún su aroma invisible impregnaba aquellas páginas sedosas.



Lindo con tu silencio en la hora fría
en que todo está dicho. Palpo ciego
tu encontrado silencio. Parto y llego
de silencio a silencio, día a día.
Cierto estoy de que cierto no podría
entrar en tus murallas. Cierto niego
que haya más fuerza en mí que la que entrego
a tu silencio, duda en ti, ya mía.
Con él limito. Sé que es la frontera
de no sé qué. -Tú muda primavera
torna en dudosos vientos mis certezas-.
Y en torno sigue tu silencio, y sigo
pensando en ti y sin ti, pero contigo,
si es que mueres en él o en él empiezas.

Rafael Guillen

            Su silla estaba vacía, tanto o igual que el alma cuando se detiene en un suspiro. Aquella mesa estaba presta a ser ocupada por un grupo de estudiantes que parecía leer mis pensamientos y percatarse de mis dudas. Quise correr a buscarla, pero el impulso esta vez me había atado los cordones a los zapatos. Ya no estaba. Pude distinguir su silueta a través de los cristales que separaban el mundo del oasis de su cuerpo y supe que nada había sido fruto de la imaginación. Unos segundos… ¡Quizás tres! y su cabeza volvió a buscarme con la mirada. Nada había echado de menos ¿o quizás sí? y eso fuera mi sonrisa. Así que le devolví el gesto sin pensarlo, y me quedé con su libro. Ella me sonrió hasta donde ya no puede advertirla jamás. Volví a mi mesa y me senté de nuevo. Solo unos instantes. El tiempo justo en el que deposité un pensamiento escrito sobre el blanco de una servilleta. Y allí lo dejé, furtivo e imprevisible, como fueron sus ojos  penetrantes en el presente de aquella mañana, amantes de por vida. Allí lo dejé, donde solo pueden quedarse las miradas que nacieron, solo para ser parte y paz, del mayor de los olvidos...  


Llegaste como te fuiste
y mi paz fue tu mirada,
pues aunque nada me dijiste
con tu silencio me diste… ¡alma!
Y por si algo me faltara
con igual silencio me ofreciste,
otros besos y otras aguas.
¿Volveré a verte…? ¡Seguro!
¡A buen recaudo mi futuro!
para seguir pensando en mañana.





José Manuel Rodríguez Viedma

Con otras miradas...

Con otras miradas...
La mitad del silencio

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