En una mirada… ¡Todo!
Hasta en más de diez ocasiones
nos insinuamos con la mirada. Éramos como dos adolescentes que jugábamos a
escondernos tras de las páginas escritas que soportaban nuestros dedos. Tú,
acariciabas con dulzura un libro. Suponía que leías con ternura y que en cada
párrafo que yo imaginaba, el beso de tus pupilas naufragaba en cada sílaba que
besaban tus labios cerrados. Yo, sostenía otro ejemplar de Glenn Cooper a tres
metros de distancia de tus piernas, y mis ojos, releían una y mil veces la
misma estrofa sin avanzar una sola línea.
El
bullicio de la cafetería nos mantenía apartados del resto del mundo. Imaginé
por un momento que la distancia se difuminaba entre nosotros y te agarré de la
mano para sacarte fuera de aquella tormenta de verano. Por un instante, mis
pies intentaron llevarme cerca de tu cuerpo y con un impulso incontrolable,
pensé en arrebatarte el tiempo para unirlo al mío y pasar toda la tarde
danzando entre la brisa de tu pelo castaño, que caía como una hoja de otoño sobre
tu frente. La gente a nuestro alrededor hablaba cada vez más alto. Apenas podía
escuchar tus pensamientos, ni tú los míos. Cuando la taza se acercaba a tu
boca, tus ojos nuevamente reconocían el horizonte como quien busca a su
alrededor la escusa justa para pederse en el olimpo. Y otra vez chocaba con la
mía. Hasta en más de diez ocasiones agaché la mirada. El encontronazo de ambas
hubiese bastado para comernos en un segundo las vergüenzas, mientras dejábamos
al descubierto la desnudez de nuestras sonrisas. Hubiese bastado disponer de un
solo segundo y haber parado el tiempo y los relojes. En la mirada nos
hubiésemos gritado nuestros nombres y nos hubiéramos llamado por nuestros
apodos. En una sola mirada el café se habría quedado helado, y el alma calentado
algo más que la punta de nuestros dedos.
Había
agachado otra vez la cabeza, pero tu mirada seguía ahí. Esperando el tropiezo
de la mía, para que ahora fueras tú, quien agachara la tuya hasta sumergirla en
el ocaso de las páginas escritas en negro sobre blanco. Te sentía respirar por
todos los rincones y advertí como los tentáculos de tu aroma se desprendían del
precipicio de tu blusa, buscando otro infinito donde perderse. No estábamos
solos, y sin embargo, todo carecía de sentido a nuestro alrededor. No sabíamos
nada el uno del otro, pero nos bastaban las pretensiones de cada cual, para
conocernos de toda la vida. ¡Me armé de valor! y cerré el libro. Ya no había
tiempo para echarse atrás y mis ojos se fundieron en la misma fragua que los
tuyos.
Las
dos miradas se hablaron a gritos entre la inmensidad de aquel espacio reducido
a la nada. Las dos miradas se culparon de no tener voz y buscaron el tacto que
dio al traste con la indiferencia. Las dos miradas quedaron prendidas en una
luz improvisada a la que no juzgaron el color ni la intensidad con la que
hacían brillar cada una de sus pupilas. Al carecer las miradas de voz, fueron
cómplices del silencio y prefirieron morir en tres segundos interminables,
antes que vivir toda una vida susurrándose al oído, lo que jamás es capaz de
escuchar el corazón. ¡Nos lo dijimos todo! y quedamos conformes. Si hubiese
existido alguna duda, hubiera carecido de sentido común aquella mañana.
Rubricamos con una sonrisa aquel encuentro y las miradas volvieron a caer la una
junto a la otra, cada cual sobre su texto y cada alma sobre su libro….
Aún
humeaba la taza sobre mi mesa, pero no estaba dispuesto a dejar transcurrir ni
un solo instante más. Necesitaba saber su nombre. Escuchar su voz y dejarme
morir en cada una de sus palabras. Me acerqué a la barra y el tiempo y la
espera se hizo interminable. Quise volver la cabeza hacia atrás y volver a
buscarla, sentir nuevamente su mirada como rasgaba la mía, pero en mi
pensamiento solo existía la imagen de su sonrisa y los dos pequeños hoyuelos
que nacieron de repente en la blancura de sus mejillas. Me temblaban las
piernas y las manos ¡estaba decidido! y ya no había lugar a las dudas ni a los
titubeos. La conocía de toda la vida (lo
sabía) aunque jamás el destino nos había premiado con hacernos caminar de
puntillas en el mismo camino. Mis miedos habían desaparecido… Tomé la vuelta
que el camarero había depositado en mis manos temblorosas y volví de nuevo la
cabeza hasta donde su aroma delataba su delicada silueta. Se había hecho el
silencio, pero esta vez con distintas voces. Su taza vacía, aún humeaba casi
como la mía, y sobre la mesa, aquel púlpito de miradas inventadas, solo descansaba un libro de poemas entre abierto.
Ella ya no estaba… Una de sus orquillas actuaba de separador entre aquellas
páginas y el azar premeditado, (quise
pensar) me insinuaba a que leyera aquellos versos de Rafael Guillén, cuando
aún su aroma invisible impregnaba aquellas páginas sedosas.
Lindo con tu silencio en la hora fría
en que todo está dicho. Palpo ciego
tu encontrado silencio. Parto y llego
de silencio a silencio, día a día.
Cierto estoy de que cierto no podría
entrar en tus murallas. Cierto niego
que haya más fuerza en mí que la que entrego
a tu silencio, duda en ti, ya mía.
Con él limito. Sé que es la frontera
de no sé qué. -Tú muda primavera
torna en dudosos vientos mis certezas-.
Y en torno sigue tu silencio, y sigo
pensando en ti y sin ti, pero contigo,
si es que mueres en él o en él empiezas.
Rafael Guillen
Su
silla estaba vacía, tanto o igual que el alma cuando se detiene en un suspiro.
Aquella mesa estaba presta a ser ocupada por un grupo de estudiantes que
parecía leer mis pensamientos y percatarse de mis dudas. Quise correr a
buscarla, pero el impulso esta vez me había atado los cordones a los zapatos. Ya
no estaba. Pude distinguir su silueta a través de los cristales que separaban
el mundo del oasis de su cuerpo y supe que nada había sido fruto de la
imaginación. Unos segundos… ¡Quizás tres! y su cabeza volvió a buscarme con la
mirada. Nada había echado de menos ¿o quizás sí? y eso fuera mi sonrisa. Así
que le devolví el gesto sin pensarlo, y me quedé con su libro. Ella me sonrió
hasta donde ya no puede advertirla jamás. Volví a mi mesa y me senté de nuevo.
Solo unos instantes. El tiempo justo en el que deposité un pensamiento escrito
sobre el blanco de una servilleta. Y allí lo dejé, furtivo e imprevisible, como
fueron sus ojos penetrantes en el
presente de aquella mañana, amantes de por vida. Allí lo dejé, donde solo pueden
quedarse las miradas que nacieron, solo para ser parte y paz, del mayor de los
olvidos...
Llegaste como te fuiste
y mi paz fue tu mirada,
pues aunque nada me dijiste
con tu silencio me diste… ¡alma!
Y por si algo me faltara
con igual silencio me ofreciste,
otros besos y otras aguas.
¿Volveré a verte…? ¡Seguro!
¡A buen recaudo mi futuro!
para seguir pensando en mañana.
José Manuel Rodríguez Viedma