Del libro
"72 horas buscando amor."
Llueve sobre un cristal.
Hora 37
Como un silencio que nos
encoge el alma. ¡Melancolía! Como un refugio en el que solo cogen las miradas
perdidas. ¿Las miradas se pierden? ¡Por supuesto que sí! Cada vez que los ojos
atacan sin piedad la diana del horizonte, pero son incapaces de ver nada,
absolutamente nada. Cuando el limbo nos atrapa y nos lleva allí donde dicen que
duermen los niños sin nombre. Donde los pensamientos se despiertan, mientras el
cuerpo se arropa junto al tierno edredón del sueño. Sí. Las miradas se pierden
y no se recuperan. Si la mirada es el espejo del alma, quizás sea el alma la
que se escape y nos deje solos. Por un momento, por una eternidad. Tras de un
cristal que nos protege del mundo, llueve. Tras de él, la gente sigue caminando
de arriba a abajo con sus cabezas vacilantes, con gestos perfectamente
acompasados entre las manos y los pies. Como péndulos. Mientras el ruido se
detiene ante la frontera del vidrio y sella su pasaporte con la rúbrica del
silencio.
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El cielo es gris y la lluvia que se desprende de su
abismo, pretende caer en nuestra cara. Todo es un imposible. Ella no sabe que
nos protegemos tras de la ventana. Cuando sus gotas golpean el cristal,
perezosas comienzan a deslizarse abrazándose unas a otras, hasta desprenderse
de nuestra vista. La mirada perdida y el limbo desierto de niños. Los niños sin
nombre juegan a coro con sus pequeñas voces de la mano de la Divinidad y las miradas
perdidas… las miradas perdidas se encuentran con el alma, que jamás se escapó
de nuestro cuerpo inerte tras de la ventana.
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Querido lector, quiero
pensar que no solo utilizamos las ventanas para percatarnos de aquello que
transcurre en el exterior. Aunque así lo fuera, a menudo también recurrimos a
estas, simplemente para buscar el equilibrio de nuestra conciencia. Nos
aislamos voluntariamente tras de un cristal, dejamos nuestra mente en blanco (aunque
es imposible, siempre aparece un garabato) y tratamos de encontrarnos a
nosotros mismos.
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Como si de una barrera se
tratara, dejemos que el cristal se convierta en nuestra propia burbuja mágica
que nos traslada en el tiempo. Que aquello que vemos transcurrir en el
exterior, nos toque con suavidad el corazón y nos recuerde que estamos vivos, A
veces y solo a veces, al ver la vida que pasa ante nosotros, tras de un inmenso
escaparate, nos convierte en aquellos perfectos compradores que buscan y
comparan.
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Recuerda, querido lector, la
vida es una oferta que no podemos dejar escapar.
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¿Y
el amor? ¿En que lugar lo encontramos? ¿En que extremo del cristal? Creo que el
problema no es donde se encuentra el amor, sino por lo contrario, quizás seamos
nosotros los que nos empeñemos en estar
casi siempre en el extremo equivocado. Busquemos el amor tras del
cristal y en las veces que inesperadamente, fue capaz de acariciar nuestros
rostros para beber de su sonrisa. Aquellos cristales que marcaron nuestra
existencia entre la oferta y la demanda. Comprar amor no sale tan caro. A veces
basta con pedirlo para tenerlo en nuestras manos, envuelto en un hermoso papel
de regalo. Si querido lector, muchos son los cristales que nos arañan el alma,
sin que en ellos encontremos la más mínima amenaza, el más mínimo deterioro, la
más insignificante astilla. El cristal araña el alma simplemente, porque a
veces lo que somos capaces de encontrar al otro lado, puede despertar de un
plumazo nuestras cadencias y complejos. Quizás el amor, al ser tan grande, es
imposible que lo sujete una sola percha en el infinito y nosotros tan pequeños,
que ni de puntillas, somos capaces de asomarnos al ventanal traslúcido de sus
ojos.
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Querido lector, ¿Alguna vez
te has asomado para mirar tras del cristal de los nidos de los recién nacidos?
No querido amigo/a, no hace falta que la paternidad o la maternidad aflore en
tu piel, para observar, e incluso sentir, lo que acontece en el interior. El
cristal nos muestra la vida recién estrenada. Aún de sus pequeños cordones
umbilicales, cuelga la etiqueta de “frágil” y sus llantos agudos,
espantan el vuelo invisible de la cigüeña. El amor araña el cristal de nuestras
pupilas, hasta pintar un llanto nervioso que recorre nuestro cuerpo. Quizás
ahí, encontremos el amor en su estado más puro. Que curiosidad, nosotros nos
hallamos al otro extremo, haciendo con nuestro vaho un dibujo nebuloso que se
acerca a la perfección. Sus ojos cerrados, ¡sueñan!... Pero ¿Cómo es posible?
si aún no han logrado recoger de la vida ni una sola imagen, ni un solo
recuerdo, ni la más mínima sensación capaz de reproducirse en sus pequeñas
conciencias. Si querido lector, aún así… ¡Sueñan! Llevándose hasta sus pequeñas bocas sus rojizas y
cerradas manos, como si en ellas se encontrara aún la esencia de la divinidad
más pura.
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Un cristal que nos enseña la
vida recién estrenada, nosotros en el otro extremo, consumimos los minutos con
gestos y abrazos inesperados. Si en el interior, el amor se desprende de la
cuerda floja de un llanto, en el exterior, nosotros lo intercambiamos con una
mirada, con una sonrisa, con un apretón de manos… ¿Y el amor?... El amor que no
entiende de cristales, atraviesa el vidrio como lo hace la quilla de un barco
que corta los océanos en dos.
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Querido
lector, no todos los cristales nos muestran el amor de la manera que
quisiéramos. Ni al buscarlo lo hacemos de la misma forma. Ambos sabemos que
perdemos más tiempo en buscarlo, que él en encontrarnos a nosotros, y a veces,
nos localiza desnudos, desarmados y hasta desorientados en este mundo que gira
y gira, y en cada vuelta que da, en unas la vida se estrena a golpe de chupete y
en otras la existencia, se rompe a fuerza de tanto lavar el pellejo, con el
agua pura de la vejez. ¡Que verdad si así lo fuera! En otras tantas ocasiones,
la vida nos suelta de la mano apenas con dos puestas de traje. Así es la vida y
la muerte, tan inesperadas como el amor, que no avisa, y el desamor, que no
llama.
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Nos pasamos media vida tras
de un cristal. Lo mismo lo hacemos tras
de la ventanilla de un avión, que nos asciende hasta dejarnos colgados de una
nube a la grupa de la ciencia, que lo hacemos tras del cristal frontal o
lateral de un coche. Desde arriba, el mundo se hace pequeño, y desde abajo, la
tierra se estira para mostrarse infinita.
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Si utilizamos gafas de sol, (también es otro cristal) la expresión
de nuestros ojos se reduce a la mitad y es solo la mitad del alma la que
enseñamos. A veces la protección ante los rayos del sol, también nos protege de
la risa y el llanto. El cristal nos agudiza la mirada y la pinta de colores
hermosos, pero artificiales. Otro cristal, es el espejo del agua, cuando dibuja
nuestros rostros de forma tan débil, que la punta de un solo dedo es capaz de
alborotarlos hasta la locura, basta con introducirlo lentamente en su interior.
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La ventana del dormitorio, donde los sonidos
duermen a fuerza de doble acristalamiento. El ventanal del salón, donde rebotan
los ecos escondidos tras de la frecuencia de una radio mal apagada. El cristal
de una lupa, que nos aumenta lo observado hasta hacerlo rebosar más allá de sus
bordes curvos y bastos. La propia vida es como un cristal, como un inmenso
escaparate, “se mira, pero no se toca” como la profundidad de un vaso,
que hace aumentar nuestra visión, mientras disminuye su contenido. En cada
trago, un sorbito de vida y con ella, la madurez se hace tan grande e infinita,
que casi es capaz de coger en su interior la milagrosa sonrisa de un niño. El
principio de una vida, observada minuciosamente, borracho de júbilo tras de un
cristal. Así recuerdo aquellos nidos, donde bostezaban y lloraban aquellos
niños presos del sueño de la
Divinidad. Un cristal que nos separaba los pies de la gloria,
para alcanzar el cielo con las manos. Rendidas cuentas, también el final de
nuestros días, nos regalará el asombroso escaparate de nuestros cuerpos sin
vida. Solo que en ese momento extremo, los que desgarren su llanto, se
encontrarán al lado inverso del cristal.
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Media
vida entre reflejos que juegan con nuestras formas físicas a su antojo, y que
apenas son capaces de reflejar con exactitud nuestra apariencia. Solo formas y
nada más, que se encaprichan y nos dibujan sin tapujo, con el abanico dulce que
ofrece el sol, ante una fuente de colores. Reflejos que nos acarician y apenas
nos tocan, porque prefieren simplemente revolotear, sobre la invisible aureola
de nuestras mentes. Si querido lector, media vida tras de un cristal. Rara
naturaleza la del ser humano, aquella que ingenia la manera para estar, sin ser visto, o bien ser visto…
¡pero no estar!
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¿Y el amor? ¿El amor? ¡Como
siempre! Querido amigo/a, en cada gota capaz de arañar con su boca, el beso con
el que la lluvia casi siempre, nos sorprende en la ventana… (Aún
hay tiempo. Salgamos a la calle y olvidemos los paraguas…)
José Manuel Rodríguez Viedma