TU FUEGO A MEDIO CAMINO
Artículo incluido en la
Revista “Gólgota” de la Semana Santa de Granada. Presentada Oficialmente el
pasado día 3 de Abril.
Solo la interpretación de la
mirada nos basta para entendernos. La hora precisa y el momento adecuado nos
hace imperecederos, quizás en un instante, perfectos, y en dicha ecuación de
silencios aislados, tal vez inmortales. Tenemos la cara cubierta por el capillo
y el ocaso ha llegado introduciendo la punta de su dedo de vida en el cuerpo y
en el alma. Apenas nos resta un suspiro para querer entendernos, apenas una
herida nueva se abre en el duelo de la penitencia, cuando alguien, reduciendo
otra mirada al puñal del gesto te habla. Y das un paso, otro más de unos
cientos o de miles. Agachas la cabeza y continúas recorriendo la calle, sintiendo
la desnudez del cuerpo como hiela tus
rodillas y como del suspiro vuelve a nacer el rezo difuminado en tantos y
tantos rostros desconocidos que te siguen observando, como tú, únicamente al
espejo resplandeciente de los ojos. Y sabes que pasas inadvertido. Eres un alma
sin rostro, sin nombre y sin apellidos, una figura en la hilera que camina sosteniendo
un pabilo de luz, donde pretendes que a cada instante ardan sin reparo las
voluntades que te llenaron de odio. Y deseas que el fuego purifique la soberbia
que te bebiste junto al penúltimo trago de vino y que la envidia desaparezca en
cada destello que hace chisporrotear el cirio abrazado por mi mano. Y escuchas
el sonido del tambor balanceándose en las ramas y perdiéndose en los rincones. Y
lo sigues con los sentidos esperando el giro en la plazuela llena de hombres,
de mujeres y de niños. Comes el aliento
del jazmín y del almendro y alzas la cabeza esperando encontrar en los dos
trozos ovalados de tu capillo, una nueva selección de estrellas que se duplican
cuando las observas con perplejidad. Escuchas
el silbido de la brisa penetrando entre las flores y cierras una vez más los ojos,
para intentar divisar el sueño improvisado en el horizonte de tu espalda, y como la gloria es balanceada por una marea de hombres,
en cuya cerviz, las fuerzas van quedando mermadas con el paso del tiempo, hasta
llegar a la misma calle por donde tus pies, han dejado hace un momento la
estela de tu lagrima en el asfalto, derramada junto a la cera, como frágiles
gotitas de una lluvia tibia. De una tormenta serena.
Estoy
solo en la penumbra y el fuego de mi cirio se ha desvanecido con el aire. Solo
ha quedado el hilo de un humo negro y fino como la sin razón de los sueños
incumplidos y un leve resplandor que aún quema, pero que no arde, aún titubea en
la punta milimétrica de la mecha. Me giro, buscando el donativo de otro fuego
que me prenda, y apenas en un segundo, otros ojos
ocultos bajo otros cielos ovalados, como los míos, se posan en mis pupilas.
Justo en la otra ribera de este sueño de clamores y penitentes, alguien ha
advertido la oscuridad de mi mano. Se ha detenido el cortejo y ha penetrado el
fuego de su pabilo en mi mecha temblorosa y desorientada. La brisa ha cerrado
su boca, y durante unos segundos, el fuego se ha multiplicado, renaciendo otra
luz en mi cirio sin perder la hermosura la luz en el suyo. Y hemos detenido la
mirada el uno junto al otro. No he advertido su rostro, ni siquiera la
hermosura de quien pueda esconderse tras de la tela de colores difusos en la
madrugada. No sé si es ella, o es él. Ni la edad que aparentan los círculos
perfectos de su iris acaramelado. No he advertido un atisbo de complicidad
entre sus ojos y tampoco en los míos. Quizás debajo de su mirada se encuentre
oculta una sonrisa. O un lamento. No había pedido ni su fuego ni su luz. Mis
ojos apenas habían dictado palabra alguna, ni susurro siquiera había nacido en
mi boca cerrada y oculta. He mirado sus manos, y en ellas, tampoco he
encontrado una similitud entre el masculino y el femenino. Ni siquiera sé, si
le debo o me debe. Si lo conozco o me conoce. Si alguna vez en la calle, con
los rostros y la palabra libre, siquiera le he ofrecido un asiento, una puerta,
un <<…pasé
usted primero… >> Tal vez guarde en si la ofensa de un
desconcierto, o el agradecimiento de alguna dicha. O tal vez nada. Su rostro
como el mío, está oculto. El o ella, tampoco sabe quien soy.
A
golpe de vara, sus pasos y los míos han comenzado el camino de nuevo, calle
abajo. Hemos dejado la plaza. El tambor ha marcado a lo lejos una nueva
sinfonía. Un compás. Las hileras de penitentes avanzan, y yo entre ellos.
Durante unos segundos todo ha cobrado un nuevo sentido, quizás un significado.
Desde la salida, desde el primer rayo de luz a las primeras horas de la tarde,
cuando la brisa me premiaba con un cálido frescor de naranjos. Cuando mis pies
arañaban el primer tramo de asfalto, mi alma, mi corazón y mis suspiros, no
habían parado de solicitar la clemencia para mis pecados ante aquel inmenso
Cristo crucificado, a quien toda la inmensidad del universo y de la gloria, la
divinidad había puesto a sus pies. Y había pedido salud, con la boca abierta de
par en par, para todos los que me rodean, quiero y me quieren. Y lealtad para quien
esbozo cada noche mis plegarias y a quien pido que me aleje de su olvido. Y
amor, para honrar a quien enamoro y tal vez a quien me odia. Había pedido
valor, para contrarrestar el rencor cuando me pica con su aguijón envenenado. Y
había pedido sabiduría para no errar, y honestidad para dormir tranquilo las
noches de insomnio. Y había pedido paz, para poner fin a las guerras interiores
y a los conflictos mundanos que nos
acercan a la manada de los lobos. Y había pedido verdad ante los
engaños, y caridad para quien tiene más de dos monedas en los bolsillos. Había
pedido trabajo y pan, porque es el sustento de los mortales, y agua para saciar
la sed cuando nos llega. ¡Tanto le había pedido! que la mecha de mi cirio se
había difuminado. Se acabó la llama y aún estaba a medio camino. Quizás debiera
apagarse en ese justo instante. Inaparente para mi y perfectamente milimétrico,
para aquel gigante que colgaba del madero en forma de cruz. "… nada
haces en vano …" - Me dije –
En aquel momento, cuando creí haberlo pedido todo, se me apagó la luz, y sin
apenas tiempo para solicitar una nueva llama que prendiera e iluminara el resto
de mi camino, aquel otro cirio se había acercado a mi. Atendió mi oscuridad y me ofreció un nuevo resplandor nacido del suyo. Entendí entonces cuanto sobran las palabras y cuanto valen los
suspiros. Entendí que el camino tiene dos partes y ambas sirven para marcharse
y para regresar por donde alguna vez nos fuimos.
Ahora, a mitad de este camino
y después de tanto pedir por las calles y las plazas, lo había entendido todo.
Toda mitad requiere el mismo porcentaje para amar y ser amado. Para dar y
entregar alma y corazón en la misma subasta y no vender sin cariño verdadero.
Para poner la mitad de tu mano, junto a otra mitad de la que nazca el abrazo.
La mitad de uno mismo, que junto a la de otro ser, nos haga completos. Toda
mitad requiere de la sabiduría para enseñar y aprender del mismo libro. Toda
mitad para soñar y para velar por los sueños de otros. Y en aquel momento, en
aquel hermoso lapsus de intersecciones y de mitades, era el instante perfecto para dejar de pedir y dar
comienzo a la mitad en la que tocaba agradecer…
…Ya
estaba en la sacristía. Pasaban las dos, y a la noche le temblaban los astros
en las sienes. Todo había terminado. A Cristo aún le quedaba un entrecalle
encendido, y a mi, gratificarle a alguien con mi palabra, tal vez una luz. Soplé la mecha y volví a ver el humo negro
hasta desvanecerse. Le toque en la espalda y le di las gracias…
<< De nada papa. De nada... >>
José Manuel Rodríguez Viedma.