TIEMPO MUERTO
Me siento en la silla y espero. Cierro
los ojos, me hago el dormido y vuelvo a mirar el reloj. Solo treinta segundos
desde la última vez que lo observo. Está quieto, juega conmigo, se divierte pensando quién es más
rápido a la hora de mordisquearse los nudillos. Mis propios pensamientos me acechan
con sigilo, no es tarde y sin embargo, la desesperación me eriza la piel de la
espalda y me acaricia una vez más, con el tierno beso del escalofrío. Continúan
siendo las diez y veinte, ¡no! y veintiuno… Esta vez le he ganado la partida al
reloj. He girado la mirada hacia la pantalla luminiscente del digitalizador,
justo en el mismo instante que el cero se desvanecía y aparecía el uno. Como si
se hubiese asustado, se ha dado de bruces contra la nada del tiempo. Lo he
comparado con el reloj de mi muñeca, y he advertido que ambos se han puesto de
acuerdo en marcar la misma hora, y no cejados en el empeño de parar el tiempo
al unísono. Los dos marcan lo mismo, uno de ellos quizás a decidido poner alas
de fuego a su minutero, y parece haberse comido de un bocado algunos segundos
respecto al otro, pero no es suficiente. El tiempo transcurre igual de lento,
lo mismo de sigiloso que el lobo cuando se acerca a su presa para devorarla sin
piedad.
Estoy sentado justo en frente de
mi reloj. Se que me observa, me mira lo mismo que yo lo hago, casi con desidia.
Aunque se que él carece de todas las virtudes o paralelismos que lo asemejen a
mi, hace que se agudicen con otros tientos mis sentidos. Quizás sea su irradiación,
o su sonido inapreciable, el cual, a veces me deja en jaque mate atraído junto
a su tablero de luz. He decidido no mirarte más. Voy a jugar contigo a contar
los segundos con los ojos cerrados y cuando crea haber devorado de tu hora un
minuto, los abriré todo lo más rápido que pueda. Yo correré más que tú, estoy
seguro.
Lo hago, cierro los ojos, y
comienzo a contar guardando un suspiro cada vez más pequeño entre número y
número. He contado hasta quince y he querido apresurarme para ver quién de los
dos, danzaba más veloz entre las olas del silencio. A lo lejos escucho una
sirena, pero no me detengo, continúo con mi cuenta y mis suspiros. Se acerca su
sonido cada vez más y su melodía atronadora, parece acomodarse entre mi cuenta
particular del tiempo. La escucho cada vez más cerca… he intentado poner los
pies en el suelo para dejarme llevar hasta las cortinas y fisgonear entre sus
bastidores, pero me ha sido imposible. He sido fuerte en mi convicción, mi
mente no está dispuesta a perder la batalla, nada me hará alejarme de mi
propósito. Cuando abra de nuevo mis ojos, solo seremos tú y yo, y compararemos
tu magia y la mía. Confrontaremos nuestros números y decidiremos quién de los
dos ha ganado esta partida. Ambos jugamos con la misma ventaja. Tu mecánica
infraestructura no está hecha a prueba de golpes, ¡lo sabes! ni el tic-tac, de
mi corazón aguantará ya otro despropósito, otra quimera, otra punzada. Eso
también ambos lo sabemos. Para ti, el tiempo tampoco pasa en balde, y algún
día, vendrá a cobrarse los deterioros que mantienen tu envoltorio de plástico.
Tampoco yo, tengo todo el tiempo del mundo, ni mis averías gozan de garantía
perpetua. Ahora irradias una luz contagiosa, tanto como yo, ¡lo sé! a pesar de
tener los ojos cerrados a cal y canto.
Ya apenas escucho la sirena. Sigo
contando con la misma fuerza para no perder el compás, a pesar, de que sean
cada vez más los pensamientos que asaltan mi mente. Solo hay algo capaz de
alejarme de la certeza de saber que continuas observándome. Voy a presentir los
ojos de ella, y sus labios, y me someteré a mi cuenta como nunca. Me parecerá
en cada segundo escuchar su beso en mi mejilla, y aunque se trate con certeza de
un espejismo, nada me alejará de este desierto de números y suspiros.
Según mis cuentas ya han pasado
tres minutos. Algunos relámpagos me incitan a abrir los ojos. Tenerlos cerrados
y no dormir, es extraño, pero aún más excepcional me parece tenerlos cerrados y
no soñar aprovechando la fastuosa oscuridad que encierran mis párpados. ¡No me
detendrá nada! Se que tu continuas ahí fuera, contando con mayor eficacia que
yo, cada segundo. - Juegas con ventaja, pequeño insolente. - Me repito una y
mil veces. Eres incapaz de contar y pensar a la misma vez, como yo lo hago.
Solo eres capaz de marcar el tiempo, para los demás. Nadie te espera. Eres la rúbrica
de la cita, el pacto sellado, el título y la promesa del mañana. Las
aspiraciones del que espera un nuevo día. La receta y la pastilla, la campana,
el sonido… pero no la melancolía. Eres la herramienta perfecta para el que
espera, y el tropiezo del que llega tarde. La meticulosidad del tiempo para el que
ha de pagar y la insolencia del que hace esperar a quién espera. Tienes la
potestad de multiplicarte por mil, de hacer caminar a todo el mundo, mientras
tú, permaneces sentado en tu caja de luz, riéndote a carcajadas observándonos a
todos correr. Eres incapaz de contar y sentir, como lo hago yo, aun a riesgo de
saltarme un segundo en mi memoria, incapaz de morder, incapaz de amar, incapaz…
simplemente incapaz.
Suena el teléfono. (Se acabó el
juego) Aun así, he tenido el tiempo justo de regalarte mi grisácea mirada. ¡Has
ganado amigo mío!
No he llegado a estar
más de cuatro minutos y dieciséis segundos con los ojos cerrados y sin embargo,
tú me deleitas con tu perfecta precisión, y arañas mi conciencia mostrándome
que han transcurrido siete segundos menos desde que nos vimos por última vez.
¿Sonríes? ¿Acaso piensas que se había olvidado de mí…?
Si. Soy yo.
¡Claro que te he echado de menos!
¿A la misma hora? ¡Por supuesto
que si!
¡Allí estaré!
… Vayámonos mi viejo amigo. Otra
vez nos toca jugar. ¿Vuelves a sonreír? Recuerda siempre, que a pesar de tu
exactitud, soy yo quien marco mi hora y mi tiempo, y tú, mi viejo reloj, solo
el instrumento que muestra la hora irreal de los cuentos. ¿Te lo demuestro? Solo
me basta girar atrás las minúsculas manecillas que posees bajo la esfera. Ahora
marchémonos, ni en tu cuenta ni en la mía, existe motivo alguno para dejar
esperar a los sueños. Cuando se hace esperar al amor, matamos el tiempo, y no
hay reloj capaz de justificar, los besos que se pudieron dar, en siete segundos
de más, ni en cinco minutos de menos…
José Manuel Rodríguez Viedma.