El sonar de la sirena
Es tiempo de incorporaciones. Mis
hijas devoran los segundos y se afanan en multiplicar por diez, cada uno de los
minutos que pasan por los pequeños relojes de sus muñecas. Se lanzan a la
piscina como nunca, y temo que se beban el agua de este verano, como yo me he
bebido la de tantos y tantos junios, julios y agostos a chupitos pequeños, en
vasos de lágrimas. Recordarán siempre su infancia, porque la infancia no se
olvida jamás. Perdura en nuestra mente, como un tatuaje invisible que solo
utiliza la tinta de la sangre y el alcohol de la desinfección, para invalidar
los porrazos que nos dimos, y que nos damos, a pesar de que el tiempo
transcurra también en nuestros relojes de arena, robados a la playa desnuda de
los cuentos. Los olores a libros nuevos se impregnan en la sala de mi
habitación, mientras los disfrazo con el forro transparente de mis suspiros. La
goma de nata, lista para ser estrenada con el primer error primordial ante la
discordia inusual, que deja un número par con un impar, traspasado por el más y
el menos de la osadía. El lápiz perfectamente afilado, dispuesto a dar de
cabeza con la primera página en blanco, que forme parte inmortal del primer
renglón inacabado.
Es
tiempo de incorporaciones. De nuevas sonrisas y de llantos por doquier, por
aquellos que pisan por primera vez con sus pequeños baberos a rayas, las aulas
celestiales repletas de niños y niñas. Están listas las sirenas, y limpios los
patios de todos los colegios. Pronto se llenarán de gominolas y chocolates, de
balones y gritos, de sonrisas y llantos, de besos precoces y de caricias,
¡siempre de caricias! deseosas de ser contadas entre corrillos para no ser olvidadas
jamás, aunque el tiempo te disfrace a fin de cuentas con la careta de la
adolescencia, pintada con cientos de arrugas. Es tiempo de incorporaciones, de
arrastrar las mochilas por el suelo y hacer del pavimento, vías eternas por
donde caminará de lunes a viernes el tren de los olvidos. Ya habrá tiempo de
cargar con la vida a las espaldas hasta sentirla sin piedad, como es capaz de
mordernos el cogote con su aliento a nectarina. Todo se acaba para volver a
empezar de nuevo. Las etapas se dejan atrás en cada curso, y en la vida, las
estaciones pasan del otoño al invierno con diferentes frutos y olores.
Miro
a los niños como cuentan las horas, los días. Se comen en dos mordiscos sus
bocadillos y saltan nuevamente. Vuelven a gritar y se esconden entre las
acacias y las lloronas. Juegan a ocultarse entre matorrales y después, aparecen
para gritar sus nombres como si se llamaran a si mismos, por primera vez. Se
beben el viento con una pajita y lanzan el frasco de las esencias a la papelera
de la aventura. Aún les quedan unos días más, para saborear el resto de un
septiembre que ya tiembla en el almanaque de los chicharrones. Miro a los
niños, y veo el alma… el alma de todo aquel que se ha negado a crecer, a pesar
de no encontrar el espacio suficiente, para poder encender la antorcha
multiplicada por diez de las velas de su tarta. Veo a los niños y siento el
estupor de sentirme uno de ellos en cada momento, en cada grito y en cada
lamento propiciado por el golpe en sus rodillas dañadas por el roce del
asfalto. Cierro la ventana y me inclino hacia la goma de nata, mientras
cierro los ojos y la aspiro, ¡tan fuerte! que ningún aroma de Dior, es capaz de
transportarme en sueños al país de nunca jamás. Ahora que no me ven, he roto la
virginidad del lápiz garabateando un papel en blanco, hasta percatarme que
ahora me sale mejor dibujar las sombras sobre la nada y hacer de la nada un mundo
de sombras donde perderme. He corrido a morder la onza de una tableta de
chocolate, y he sentido en mi cabeza replicar por unos instantes la tabla del
siete y solo me he atrancado dos veces. He abierto algunos libros por la mitad
y he sentido, vivido y soñado. ¡Nada más hermoso que el aroma de un libro
recién estrenado! solo comparable a la primera tarde de un amor en soledad,
junto al sabor del primer café amargo, besándote los labios. He desenrollado el
forro de cristal y se me ha pegado en las manos. He cortado el celo y lo he
puesto sobre la mesa, he cogido las tijeras con sus puntas redondas y al
intentar meter mis dedos en sus ojales, me he sentido crecer, ¡de repente! y no he
podido cortar ni una sola de mis ideas. También me habían crecido las manos.
Es
tiempo de incorporaciones. A lo lejos, los niños continúan buceando bajo el
agua, mientras en vano, yo, intento sacar la cabeza de mis recuerdos. Se
salpican con manotazos de tal forma, que algunas de sus gotas de agua, han ido
a parar a cada una de mis mejillas, solo así me conformo al pensar que no se
trata de un llanto. De un llanto sutil, que me ha robado treinta años de golpe
en un suspiro, en un instante. Tan inapreciable, que hubiese negado que haya
existido, de no ser porque lo he sentido, como una lluvia cálida de otoño o como
aquellos charcos de invierno, que se formaban en algunas calles, donde el
asfalto aún soñaba con recostarse algún día...
Es tiempo de incorporaciones y la
sirena de la vida está presta a tocar de nuevo. Mientras, los niños y niñas
preparan sus carteras para ser arrastradas con sus puños cerrados y nosotros,
los que aún no hemos dejado de serlo, nos conformaremos con amarrarnos tras de
la reja de nuestras pestañas para sentir sus risas en la distancia. Los veremos sonreír, gritar, saltar, jugar,
llorar y robar si acaso algún que otro beso a la infancia. ¡Qué más da haber
crecido! - nos diremos - ¡Nosotros también fuimos como ellos! y volveremos a
andar los mismos caminos que nos llevaron en sueños a nuestro colegio,
(el de la vida) con una sonrisa de oreja a oreja, mientras jugamos
con nuestras manos en los bolsillos y acariciamos con la punta de los dedos, la
figura redonda, frondosa y peculiar de una pequeña goma de nata….
Ahora quizás entendamos que La
A de araña, nos habrá tejido un tela capaz de amarrar el tiempo y no lo soltará
nunca. Que el elefante de la E, nos indicará el camino de vuelta y no menos el de regreso.
Que la I de iglesia, nos llevará al suspiro de nuestra paz interior, mientras el oso de la
O, marcará el territorio de nuestras vidas y la U de uva, nos mostrará la vid
de lo que somos y hemos sido, el viñedo de nuestras familias creadas con amor,
y el mejor de los brindis lanzado a los cielos con el más dulce y afrutado de
los vinos... (Aún hay tiempo de un chapuzón.)
Nota;
La vida es el recreo más hermoso, siempre y cuando lo aprovechemos hasta el final
y hagamos oídos sordos a las sirenas. De una u otra forma no habremos crecido, aunque
cambien de lugar y de destino, el camino de nuestros besos. (Quizás ya no sean tan decentes.)
José Manuel Rodríguez Viedma